Capítulo
IV
Él se había despertado hace unos quinces minutos. Algo de húmedo y caliente había sido absorbido por su pijama y había llegado a acariciar su áspera piel mulata. Cuando trató de encender la luz se dio cuenta que se había ido, pero pronto, gracias a la luz de la luna y a los breves destellos del cielo, pronto pudo reconocer ese líquido rojizo y, acercándose un poco más, también su origen. Allí estaba, a los pies de la cama. El rostro de ella, más cándido de lo que solía ser su piel. Sus ojos estaban abiertos, habían perdido esa grande vitalidad y vivacidad que alumbraban los días de Mike, pero no el terror y la abominación de lo que le había hecho ese hombre. Su cuerpo había sido convertido en un alfiletero, varias puñaladas habían abierto su piel. Si el desangramiento o el dolor había sido la causa de su muerte, solo ella lo sabía, un secreto que dicho permanecería así para siempre.
—¿Qué más quieres? —tronó Mike, apretando el frío cuerpo de su esposa.
El asesino seguía observándolo, firme e inerte, estaba como gozando de ese momento, parecía que el terror que estaba emanando el cuerpo de Mike, como si fuera un apreciado efluvio, fuera solo una simple diversión para él. Pero, ¿por qué ahora no hacía nada? Eso Mike no lo comprendía y además ese silencio lo estaba martirizando.