lunes, 31 de octubre de 2016

An unforgettable memory (Capítulo XI)

Capítulo XI

Sus ojos parecieron iluminarse al vernos, una pequeña mecha dentro de una cueva oscura, pero los de Acer se incendiaron como una grande pira en una isla desierta. Junto a Acer corrí hacia él, su jaula era un poco más alta de mi cabeza, me levanté de puntillas y alargué la mano, adentrándola hasta que pude. Percibí su fresco y húmedo hocico. Acer probó a levantarse en sus dos patas posteriores, pero ni él lo alcanzó. Era más probable que Akamu pudiera solo percibir su olor.
- Akamu, somos nosotros. Venimos a recogerte. - le susurré, acariciando su burdo hocico.
Algo tocó mis dedos, algo de liso y bañado, un movimiento muy flemático y perezoso. Su lengua.
- Bien, trabajo de los hombres, ahora. - el tío lanzó una mirada de confirma a mi padre y se dirigió hacia Akamu.
- Sí. - lo siguió mi padre, a mi madre le escapó una risita.
- Permiso, señorita. - me acarició dulcemente la cabeza, me aparté junto a Acer.
Abrió la jaula e introdujo sus brazos, lentamente extrajo afuera su cuerpo, como si fuera un vidrio recién fabricado, susurrándole de no agitarse. Su cuerpo parecía un muñeco de felpa, sus patas colgaban, pero unos pulsos de ellos aludían que ya tenía el control de ellos y su cabeza pendía como un péndulo a cada paso del veterinario. Lo mudó hacia los brazos de mi padre.
- Bien. Tendría que descansar por unos días, es suficiente que no haga movimientos bruscos. - advirtió nuestro tío, guiñándome el ojo.
- Gracias de nuevo, tío. - lo agradeció mi padre.
- Te recomiendo, señorita, vigila tu amiguito. Aún no puede jugar por cuanto el querrá. - me hizo ademán con los dedos.
Una vez más estábamos dejando su clínica. Por la última vez, pero no porque la buena suerte había decidido menguar sobre nosotros. Esos perros había superado cada tipo de mal con nuestro ayudo y de nuestro tío, pero en un mundo donde no hay por completo la bondad y donde las personas nunca aprenden la lección… Bueno, tal vez habríamos podido tomar algunas precauciones o simplemente mudarnos de ese vecindario de gente ficticia.
Esa semana fue la única en la cual los perros aceptaron quedarse dentro la casa de un humano, Akamu no tuvo elección y Acer pareció entender la razón, siguiéndonos sin objetar. En el momento en el cual Akamu volvió en sus pasos, ya no pusieron ni una pata en esa casa y nunca habrían tenido esa ocasión. Su ordinaria rutina había vuelto, jugaban entre ellos, corrían como si no percibieran el cansancio y… Sí, aún dejaban desparramadas por todos lados la sordidez de la inmundicia del vecindado.
Honestamente no sé cual fue la gota que hizo desbordar el vaso, si ver los jardines como un campo desinfectados de la minas o ver esas hediondas y fétidas decoraciones diseminadas dondequiera, que solo a una enjambre de moscas sería de su gustillo. Fue ese fin de semana de verano… Ah… Probablemente fue el trauma que me ha suscitado, el origen de mi olvido de eso fantásticos perros. Al fin era solo una niña y ver toda esa sangre sin que me causara ningún daño psicológico, habría sido algo deshumano. Cuanto quisiera olvidar esa inicua parte de su historia, pero como evoco el inicio, también evoco el fin.
Era casi el termine de la hora del almuerzo. Estábamos digiriendo nuestra abundante comida, como ordinariamente mi madre nos deleitaba cada día, le gustaba que concluyéramos cada comida con el estómago bien saturado, cuando unos disparos, que no oímos durante meses antes de ese día, silenció no solo nosotros, pero también todo el vecindario, congelado, como si acabara de pasar una borrasca de hielo. Unas gotas que tamborileaba en el lavabo de la cocina y los zumbidos de unas moscas que remolinaban alrededor de los platos sucios sobre la mesa del comedor, fueron los únicos sonidos que oímos antes de la próxima descarga. Por querer de mi padre me quedé en el umbral de la casa.
Akamu y Acer estaban nuevamente huyendo del vecino, el viejo y su escopeta, otra nueva. Corría tras ellos, tratando de pegarle un tiro, pero no hacía otra cosa que crear otras aberturas en nuestro jardín, al fin aparecieron tal cual a los que ellos hacía por puro divertimiento.
- ¡Maldición! Otra vez, donde encontró otra escopeta. - mi padre se movió de su trayectoria y corrió hacia él. - Detente, viejo estúpido. -
- No te metas en cosas ajenas, no te acerques. - se detuvo un segundo antes y disparó otro golpe.
- Basta o llamaré la policía. - lo amenazó, era un paso de él.
- No me jodas, señor Williams. - movió la escopeta hacia él.
Mi corazón sobresaltó, mi madre gritó.

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