lunes, 24 de abril de 2017

The unknown (Capítulo XX)

Capítulo XX

Estaban allí, tendidos, descubiertos y empatados, observando los asesinos que habrían pronto extirpado sus vidas. Las criaturas se acercaron a ellos, exhalando sus sonidos sobre ellos, como caricias hechas de ácido. Líquidos de saliva menguaron de sus bocas y fluyeron sobre los cuerpos de las víctimas. Acacia cerró los ojos, sollozando como había siempre hecho esa noche.
- ¿Qué hora es? - preguntó Abraham.
- Quince para las seis. - contestó Ace.
Acacia alargó la mano a Abraham, él la aferró enérgicamente y la apretó con fuerza. Las criaturas introdujeron sus cabezas en el interior. Sus respiros los estaba congelando. Ace cerró los ojos y sonrió, una sonrisa temblorosa. Al fin había vivido bien, pensó. Rugieron, abrieron de par en par sus fauces y se movieron de un respingo hacia ellos.
Pero, antes que pudieran proseguir, el auto, las criaturas, las tres víctimas y la pista fueron improvisamente alumbrados. Un camión que se dirigía a la próxima ciudad para las bahías estaba llegando a ellos como un ángel descendido del cielo. Las criaturas gritaron, sonido similar a un cuchillo que chirría en un plato. Ese grito era comparable al infierno, para toda la vida, si realmente habrían salido ilesos de ese lugar, ese sonido les habría acompañados en sus pesadillas, con sus apariencias, probablemente esos fantasiosos y placenteros sueños sin un orden lógico habían acabado. Sus vidas habrían sido distintas.
Las criaturas desaparecieron como el destello de un relámpago, efectivamente con el último rayo que acababa de explotar en el cielo, y por alguna razón habían tomado sus hermanos caídos. Los tres permanecieron inertes, observando fijamente el cielo. Las últimas gotas de lluvia cayeron en sus ojos, no parpadearon, siguieron a observar ese manto celeste que se estaba depurando de esas oscuras nubes, dejando espacio a las estrellas que se estaban poco a poco apagando frente a la cristalina luz del amanecer, como luciérnagas en su muerte.
El camión se arrestó frente a ellos, no tenía otra elección ya que bloqueaba el camino. Un hombre macizo, de gordura, pero con dos brazos imponentes y bronceados, bajó del auto. Miró el auto, miró alrededor de él. Trató de entender lo que había ocurrido, como se había realizado el accidente, la causa del vuelco. Pero una explicación lógica se arrestó cuando vio la parte inferior del auto arrancada como una caja de cartón abierta de prisa. Se acercó al auto y, apoyando sus manos a ella, se asomó adentro.
- Por todos los santos, ¿qué pasó? - preguntó cuando vio los tres, su voz era gruesa, como la de un cavernícola. - Oye, ¿todo bien? -
Sus miradas siguieron viendo el cielo, fijos sin parpadear. Probablemente, a los ojos del camionero ni respiraban. Ace fue el primero a parpadear, despertándose como de un hechizo, y miró el hombre. Un rayo del sol cortó el cielo.
- ¿Estamos... muertos? - preguntó.
- ¿Muertos? Oh, no, o lo yo también lo sería. Están vivos, milagrosamente vivos. En un accidente de tal manera es difícil que suceda. - contestó él.
También Abraham parpadeó, luego también Acacia, y empezaron a razonar.
- Debemos irnos. - dijo el muchacho, incorporándose, su cuerpo, solo ahora, contestaba a los golpes sufridos.
- Señor, llevanos a la ciudad. Lo más lejos posible de acá. - imploró la muchacha.
- Ok, pero no tendríamos que llamar… -
- Después, pero antes llegamos a la ciudad, más seguro será para nosotros. - lo interrumpió Ace. - También para usted. -
- De acuerdo… suban. - los invitó el hombre confundido y se dirigió hacia el camión.

jueves, 20 de abril de 2017

Relato especial

La magia de leer

Un libro abarca una profusión de palabras impresas en sutiles hojas rectangulares, es lo que una mente realista afirmaría, pero lo que realmente almacena, y que las mentes creativas saben, es un desmesurado y prodigioso mundo en el cual se puede expresar toda la imaginación y viajar en ella. Pero, para Andy era distinto, no porque poseían una imaginación más especial y creativa de los demás, era por un libro, el libro que su abuelo le había donado hace años. De hecho al abrir ese libro su imaginación salía sin frenos, pero era diferente que con los otros libros. Con ese libro era como si su fantasía fuera guiada por él, cada mínimo detalle y era como si ese mundo se proyectara frente de sus ojos, tal cual a un holograma. Sin embargo, solo él lo podía ver, lo podía vivir, o más bien, era ese libro que se lo permitía.
Ese libro había sido escrito por un amigo de su abuelo, no por dinero, no para encontrar notoriedad, pero solo por el gusto, por el placer de escribir y por lo tanto esa era la única copia que existía en el mundo, leído solo por dos personas, el abuelo de Andy y él. Y él lo había leído tantas de esas veces que cualquiera lo habría sabido a memoria, pero con ese libro no era así. Cada vez que lo leía surgía algún detalle más, el mínimo detalle que distorsionaba ligeramente y creativamente la historia. Por tal razón era imposible que lo supiera a memoria y que se cansara de leer ese libro. Efectivamente era su libro preferido, a pesar que hubiera leído otros y continuara a hacerlo hasta hora. Sin embargo, como todos tienen conocimiento, hay solo un libro que impresiona la vida de las personas y esto solo porque uno solo es capaz de sacar toda la imaginación de una persona que podría estar ocultada dentro de ella sin saberlo. Y también sentimientos, negativos o positivos, experimentar la tristeza, la felicidad, la rabia, el amor, de una historia que no pertenece a ninguno, pero que existe solo en la tinta de un libro.
Ese libro era único, especial, pero todos los libros valen cuanto él, basta solo abrir la mente recorriendo todas esas mágicas letras de izquierda a derecha, página tras página, mientras la mente encuentra ese brillo que se conocerá como la imaginación.

lunes, 17 de abril de 2017

The unknown (Capítulo XIX)

Capítulo XIX

Estaban boca arriba. El cinturón había evitado los peores daños que habrían podido ser mortales.
- ¿Están bien? - preguntó Ace.
- Sí, hemos hecho bien a ponerse el cinturón. - asintió Abraham, mirando afuera de la ventanilla destruida. - Tenemos que salir inmediatamente de acá. - trató de quitarse el cinturón.
- ¿Y qué piensas hacer una vez afuera? - preguntó Ace, suspirando cuando percibí la presencia de ellos, uno a la vez. - Si fueron rápidos como el auto, ¿cuánto crees poderlo hacer mejor? -
- Lo sé, pero no les permitiré acabar con mi vida sin haber hecho nada para luchar - dejó el cinturón y tomó la escopeta, el anciano tenía razón, eran demasiado rápidos. - Acacia, cualquier cosa se acerque al auto, tú corta, trocea, descuartiza. -
- De acuerdo. - no sollozó, pero sus lágrimas empezaron a menguar al revés y a perderse en sus pelos.
- Me parece que vi uno de ellos. Debemos ser precisos. - afirmó Ace.
Algo se acercó. Algo rasguñó el asfalto. Estaban listo para defender su vida no apenas cualquier cosa, cualquier sombra, se habría puesto frente de su campo visivo. Ese sonido, su ruido, como si alguien estuviera cotilleando su último respiro, se prolongó hacia el interior del auto. Sombras se aproximaron a ellos, vieron unas siluetas dibujarse en el asfalto, unas garras acercarse a ellos. Abraham y Ace apretaron su escopeta hacia el pecho, el espacio no les permitía maniobrar con agilidad el arma, pero era suficiente dirigir el cañón hacia lo que habrían visto moverse frente de ellos y disparar. Mientras la muchacha habría debido solo agitar el cuchillo, obviamente con la hoja hacia el externo.
Algo se acercó a la ventanilla de Abraham, rápido y silencioso. Él disparó, pero faltó su blanco. Fue el momento de Ace, pero él también faltó su blanco. Una chispa parpadeó en el asfalto. Cuando fue el turno de Acacia, a pesar que su miedo la obligaba a hacer lo contrario, esperó que la garra del ser reflejada sobre la pista se hiciera real y concreta antes de moler su primer ataque. Un grito estridente, como descrito anteriormente, como una canción distorsionada por el tiempo, se introdujo en sus orejas.
De ese momento en adelante, ya no probaron a hacerse vivo de nuevo. Llegaron casi al punto de creer que se habían ido, pero no se dejaron transportar por ese deseo esperanzado. Permanecieron rígidos, con el corazón detenido en la mano. Volvió a latir solo cuando unos golpes sordos sonaron sobre de ellos o, por el punto de vista de ellos, debajo. El auto se sacudió como un caballo mecedor a cada fragor. Fueron contados siete, siete de ellos, pero Ace recordaba que eran ocho, sabía que no eran siete. No se habían dado cuenta que el séptimo y el octavo habían subido al unísono.
- ¿Qué cosa querrán hacer? - se preguntó Ace, su rostro estaba rojo, varias venas se habían engordado en su frente.
Y no era el único, la sangre había llegado también en las cabezas de los muchachos. De improviso un cuchillo penetró por los asientos posteriores, casi acariciando el muslo de Acacia. Gritó, obviamente que gritó. Abraham abrió de par en par los ojos y trató de mover el cañón de la escopeta hacia el asiento. Sus movimientos eran lentos.
- ¿Qué hacen? ¿Ahora también utilizan armas? - exclamó la muchacha, petrificada, su imaginación había percibido la piel de su muslo abrirse.
- No, son sus uñas. - contestó Abraham, al fin disparó un golpe.
No pudo constatar si había logrado atravesar el auto y alcanzado uno de esos monstruos. La cosa cierta era que eso no los había detenido, continuaron como si nada hubiera pasado y clavaron el auto como si fuera un alfiletero. Aguijones surgieron de todas partes, tantas veces que empezaron a herirlos, aunque milagrosamente fueron solo cortes superficiales. Todo hacía pensar que la suerte había escrito que ninguna de las garras habría conseguido penetrar la piel de uno de ellos. Sin embargo, eso era por el momento. Propio cuando Abraham sintió una punzada en su pierna, donde su piel se abrió de golpe, y una de esas uñas alcanzó casi su abdomen. Ya estaba seguro que pronto otra parte de su cuerpo habría sido la próxima víctima.
Su pierna ardía como si lo hubieran marcado con un hierro abrasador, a cualquier movimiento suyo, hasta a su respiración, sentía que su herida se abría siempre más. No habrían podido salvarse, pensó Abraham, a que habría servido luchar. Eran adversarios dignos de los superhéroes de los comics. Sí, ellas eran criaturas que solo en ese mundo podían coexistir.
- Quítense el cinturón. - gritó Ace, quitándose la suya.
Se desabrocharon de inmediato el cinturón, sus cuerpos cayeron sobre el techo, sus cabezas se inclinaron. Sucesivamente, sin dejar que el tiempo transcurriera, se tendieron y se afilaron aún más. En tiempo. Varios aguijones penetraron el auto, colmadas de huecos como una esponja vista en el microscopio. Como respuesta al ataque cogieron sus escopetas.
- Ahora, muchacho, dispara todas las balas que posees. - ordenó Ace, disparando el primer golpe.
Un grito desgarrador y deformado anunció el éxito del disparo. Uno de ellos cayó a dos metros del auto, inerte. Abraham disparó inmediatamente después y pronto también sus orejas oyeron ese inquietante sonido. Pero no hesitaron, al contrario, aprovecharon del elemento sorpresa. Dispararon bala tras balas, hasta que se quedaron sin municiones. Se miraron y tiraron el arma. Las criaturas eran ochos, pero solo cuatros gritos habían oído, tal vez cinco, y solo tres cuerpos estaban tendido en el asfalto.
Improvisamente las criaturas aún vivas, volvieron sobre del auto, eran tres, y clavaron de nuevo sus garras. Sin embargo, esta vez la intención era otra, con fuerza bruta arrancaron la carrocería del auto.

lunes, 10 de abril de 2017

The unknown (Capítulo XVIII)

Capitulo XVIII

Se acercaron al camarada caído y se volvieron hacia el auto, emanando un gruñido, un grito asfixiado. De improviso esprintaron hacia ellos, las hojas muertas en el terreno se levantaron como polvo, se movieron tan rápidamente que los habrían alcanzado antes que salieran de la floresta.
Acacia apoyó su cabeza en la gélida ventanilla, angustiada, una lágrima pareció consolarla en su mejilla, y miró hacia abajo, el auto se movía tan velozmente que el terreno lucía haber tomado el aspecto de un estante liso. Por cuanto doloroso fuera perder un mejor amigo o amiga, el lóbrego sentimiento no era equiparable al perder un familiar, un hermano. Abraham se acercó más a ella, arrastrando su trasero en el asiento, y le puso un brazo en su espalda.
- Lo siento, de verdad, lo siento. - le susurró.
La muchacha se volvió súbitamente hacia su pecho, lo abrazó y empezó a llorar. Abraham llevó su mano hacia su cabeza y dulcemente y delicadamente empezó a acariciarla.
- Sobrevivimos, muchachos, y pensó que sea solo obra de un milagro. - entabló Ace, su voz se confundía entre los sollozos ahogados de Acacia. - Tendríamos que ir directamente hacia la policía y contarle el aconte… -
Algo golpeó el costado del auto, per unos centímetro se levantó y aterrizó de nuevo en el terreno. Sus cuerpos fueron sacudidos arriba y abajo, rápidamente. Ace, el cual seguía en poseer el control del auto, empezó a mirar a través de los retrovisores. En ese instante notó no uno, no dos, pero distintas siluetas detrás de ellos.
- ¡Mierda! - exclamó Ace.
- ¿Cosa? ¿Que fue? - preguntó Abraham, mirando el lado que había recibido el golpe.
- Es imposible. - susurró.
- ¿Qué cosa? Ace, ¿qué cosa? - se acercó hacia él.
- Hay un montón, demasiados. No lo lograremos. - miraba la pista frente de él, pero sus ojos estaban extraviado hacia otra parte.
Abraham se dio cuenta. - Concéntrate, Ace, y sácanos de este maldito bosque infernal. Ahora dime, ¿montón de qué cosa? -
Cerró los ojos y los abrí. Escuchó Abraham y se concentró en la pista. - De esas criaturas… son infinitas. -
Otro golpe por atrás. La parte posterior se dobló hacia el interior, el auto hubo un brusco empuje hacia adelante. Gritaron, sus cuerpos fueron abalanzados hacia adelante. Acacia se golpeó con el asiento anterior del pasajero, mientras Abraham acabó casi en el parabrisas. Ace era el único que se había puesto el cinturón de seguridad, aunque su cuello sufrió mayores daños.
Se pusieron el cinturón de seguridad. Otro taponamiento, por la izquierda, otro por la derecha, de nuevo por atrás. Sus cuerpos venían sacudidos como si fueran bolas de una máquina de pinball, mientras el auto corría siempre más el riesgo de volcarse.
- Maldición, ¿por qué no nos dejan en paz? - gritó Ace, sus pelos se habían despeinados, acariciándole su frente.
- ¿Cuánto falta? - preguntó Abraham.
- No mucho, honestamente, ¿pero si nos seguirían hacia afuera a que serviría? - negó con la cabeza, esta vez habría querido llorar.
- Encontraremos otros autos y pediremos ayuda. - dijo Acacia, no quería escuchar frase negativas, frases que les habían llevado mala suerte.
- ¿A esta hora? - la miró levantando el entrecejo.
- Por favor, conduce y basta. - sollozó, la estaba convenciendo que no se habrían salvado.
- Ok. - asintió.
Otro golpe. El auto fue más cerca en volcarse. Había varios factores que habrían permitido el vuelque: el sendero fangoso, no habrían tenido mucha adherencia, la lluvia que estaba haciendo la vista imposible, densa como una pared, y además estaba convirtiendo el camino aún más lodoso; no solo, las ruedas estaban consumidas, Ace había debido cambiarlas el año anterior, pero obviamente no lo había hecho.
- Estamos cerca. - exclamó de repentino. - Tendríamos que desacelerar y girar para salir, cosa que les permitirá de golpearnos con más facilidad, pero al mismo tiempo si giráramos a esta velocidad nos volquearemos. -
- Haz lo que tienes que hacer, quiero solo regresar a casa. - rogó Abraham.
Cuando faltaron quince metros, frenó de golpe, el auto continuó a avanzar, deslizarse, a causa del terreno fangoso, por trece metros. Se apresuró a acelerar y a girar hacia la derecha, hacia la ciudad. Sin embargo, como había predicho, al girar, dejando el lado derecho del auto descubierto, todos esos seres se bucearon hacia él. El vehículo se levantó hacia la izquierda y al fin se volqueó. El auto se había hecho casi como un papel arrugado.

lunes, 3 de abril de 2017

The unknown (Capítulo XVII)

Capítulo XVII

Gritó, gritó hasta que su voz no empezó a cartearle la garganta, a limarla. Junto a él gritó también Acacia, una voz aguda, perfecta para una ópera lírica. La muchacha trató levantar la linterna, quería afirmar que no fuera lo que su imaginación le estaba sugestionado, una imaginación ya contaminada, o simplemente quería poder ver de nuevo ese horrible aspecto y alterar aún más el latido de su corazón.
Abraham se agitó, intentó golpearlo con su única pierna libre. Pero, el ser apretó con más fuerza y lo paralizó de inmediato por el dolor. Cerró los dientes, su cabeza se levantó súbitamente. En ese momento entrevió Acacia que estaba prolongando la luz hacia la criatura. Él le gritó de detenerse. Abraham estaba más decidido, no quería absolutamente ver de nuevo la criatura, ese rostro que le había casi causado de cagarse en los pantalones. Sin embargo, ella no lo escuchó, su curiosidad medrosa movió sus movimientos, hacia esa apariencia horrorosamente surreal.
Un disparo se confundió con el rugido de la tormenta. El anciano Ace había logrado ser más rápido de la muchacha, pero no lo suficiente para atrapar la criatura. Ella dejó inmediatamente el tobillo y desapareció de nuevo en la oscuridad. Abraham no perdió la ocasión y con algunas lágrimas en los ojos, entró adentro y cerró la portezuela con fuerza, el sonido fue tan fuerte que camufló otro que habrían descubierto en un segundo momento.
Ace apretó el acelerador. El auto partió y se alejó a toda prisa de la casa. Suspiraron, por un momento no lo creyeron, pero cuando el auto recorrió algunos metros más, suspiraron de nuevo.
Fue el exacto momento en el cual la muchacha preguntó: - ¿Se acabó? - cuando improvisamente algo penetró por el techo del auto y causó un profundo corte en el brazo derecho del conductor. Ace apretó los dientes y asfixió un gemido. El auto viró bruscamente casi hacia afuera del sendero, pero Ace, óptimo conductor como lo era estado, retomó el control. Abraham no lo pensó dos veces, cogió la escopeta y disparó unos golpes hacia el techo del auto.
Los ojos de los presentes desorbitaron al oír un gemido deformado, como el sonido que podría emanar un disco de vinilo arruinado con el tiempo, y al ver un cuerpo volar frente de ellos. Ace detuvo de golpe el auto y sus ojos se apuntaron sobre ese cuerpo que lucía inerte, propio como un cadáver. Como lo eran Abilene y Absalom.
- ¿Lo... lo mataste? - preguntó Acacia, balbuceando, no lo habría creído fácilmente.
- No lo sé. - sus gestos hablaron para él.
Ace parpadeó, hasta ese momento habría creído que fuera imposible matarlo, pero se recuperó y volvió razonable como su aspecto lo había descrito desde un inicio.
- No es mi intención verificarlo, vámonos de acá. -
Aceleró nuevamente, pasando sobre el cuerpo de ser, los tres sobresaltaron, y procedió a lo largo del sendero. El área fue iluminada por otro rayo. Ninguno se había dado cuenta, ahora se sentían a salvo, pero el relámpago había alumbrado múltiples siluetas ocultadas entre los árboles, haciéndolos más nítidos y bien detallados, todos similares entre ellos, iguales a la criatura muerta.