lunes, 26 de septiembre de 2016

An unforgettable memory (Capítulo VI)

Capítulo VI

El perro blanco se detuvo y volvió rápidamente atrás, por él. Lo oleó. Lo observó. Hasta que no encontró el origen por el cual no se movía. Con su boca aferró con discreción una de sus patas y trató de arrastrarlo lejos de allí.
- Súbanlo al auto, rápido, lo llevaremos a tu tío. - gritó mi padre mientras agarraba el arma del abyecto viejo y la rompía por la mitad. - ¡Viejo estúpido! Como puedes disparar de tal maniera en un lugar público, habrías podido herir a alguien. -
- Los denunciaré, bastardos, ustedes y sus perros mugrientos. - gritó el viejo, escupiendo por la cólera.
- Yo te denunciaré por disparar en un área pública. - lo enmudeció, le dio la espalda.
Entretanto, mi madre había cogido muy paulatinamente y con cortesía el cuerpo del perro negro entre sus brazos, el temor de hacerle probar más dolor de lo que ya estaba experimentando era la cosa que más le importaba. El perro, para defenderse, trató de gruñir, pero solo un ligero murmullo pudo exhalar. Para yo también ayudar, le abrí velozmente la puerta del auto y la observé con los ojos calados colocar su cuerpo en los asientos posteriores.
El rostro del perro era inescrutable, ninguna emoción brotaba de él, ni de sus nítidos ojos marrones, de los cuales había esperado entrever algún brillo. Antes que mi madre pudiera cerrar la puerta, una rápida y cándida estela zumbó dentro del auto y tomó asiento cerca de su compañero, como dos soldados que permanecen juntos frente a la muerte. Sus luminosos y ácueos ojos, como si tuvieran un leve estrato de agua que los cubras, lo miraron con consideración y algo angustiado.
Mi madre los miró, aguantaba las lágrimas, y esbozó una sonrisa apreciadora. Tomé asiento detrás con ellos, mi padre nos alcanzó corriendo y entró en el auto con mi madre. No miró el perro, no miró cuanta sangre estuviera perdiendo. Encendió el auto y rápidamente, con manobras notablemente peligrosas, salimos del vecindado. Nuestra salvación era el tío de mi madre, el veterinario de la familia, había curado todos los animales que habían formado parte del grande árbol genealógico de mi madre.
El viaje fue breve, media hora, aunque en el momento no pareció, durante el cual, la toalla que me había pasado mi madre para envolverlo alrededor de la herida, se había totalmente tiznado con la sangre del perro. En la zona en la cual le habían herido su pelo era chorreante y viscoso como si fuera embadurnado de miel. A mitad del viaje, él se había amodorrado, su respiro era algo jadeante, mientras su inmaculado amigo permaneció a su lado, tratando de confortarlo con armoniosas y exánimes lamidas, pero por sus sombríos y apagados ojos me di cuenta que él también había reconocido que no servía a nada.
Mi padre estacionó el auto frente a la clínica, una rueda se había montado a la vereda, y velozmente, sin ni hacer ruido en sus movimientos, salió del auto y aferró el debilitado y casi holgazán cuerpo del perro. Mi madre avanzó para abrirle la puerta de la clínica, yo estaba tras ellos, los seguía con mis pequeños y apresurados pasos, junto al perro blanco, el cual parecía casi comprender la situación en la cual se encontraran. Se escabullía dando saltitos detrás de ellos, mirando tanto mis padres y su amigo como la clínica, analizándola con minúsculos resoplidos de sus narices.
- ¿Qué pasó? - preguntó el tío de mi madre, examinando el origen de toda esa sangre, sorprendido por vernos.
- Un loco de nuestro vecino le disparó. - contestó mi padre, exhibiéndole la herida, sus lucidos ojos verdes no esperaban otra cosa que una respuesta esperanzadora.
- Entrégamelo, déjamelo a mí. - lo cogió ágilmente y escrupulosamente en sus brazos, casi como si nunca lo hubiera hecho, y entró en la sala cirugía, acompañado por dos asistentes suyos.
Nos sentamos en la sala de espera, el perro blanco permaneció sentado unos metros antes de la puerta en la cual era había adentrado su amigo e inerte como una pequeña estatua de terracota, lo esperó. Yo estaba realmente preocupada, inquieta, había empezado a llorar desde cuando lo habíamos dejado en las manos del veterinario y a pesar de las confortantes palabras de mi padre, con afables caricias en mi cabeza, no conseguían hacerme parar de llorar. Después de todo él también parecía estar al punto de llegar en mi misma situación.
Pasó unas horas antes de poder finalmente recibir alguna noticia. El tío de mi madre salió de la misma puerta en la cual había entrado, su frente relucía, como si una capa de aluminio la estuviera vistiendo, y su cabello gris se habían despeinado una vez sacado su gorra. Su rostro arrebujado era inescrutable, no que significara que tuviera malas noticias para nosotros, esa era su expresión habitual.
Exhaló profundamente y nos miró.

lunes, 19 de septiembre de 2016

An unforgettable memory (Capítulo V)

Capítulo V

Ese viejo patán, con una escobilla en lugar del cabello, encontró en la mañana su jardín rebosante de suciedad, lo cuales dimanaban un olor execrable, tan execrable que probablemente ni las moscas o las cucarachas habrían deleitado un banquete así… Bueno, tal vez algunas moscas sí.
- Malditos sacos de pulgas. - berreó a las sietes de la mañana. - Si la próxima vez los encuentro en mi propiedad los mato. Entendiste, ¿señor Williams? ¿Y dónde están esos malditos laceros de perros que hemos contratado? - tronó entrando en casa, cerró la puerta tan violentamente que percibí las vibraciones hasta mi casa.
Mi padre permaneció a observarlo, todo el tiempo que amenazó los perros, aunque por la última mirada que le dio parecía que esa advertencia fuera dirigida hacia él. Todos sabían la razón por la cual ellos estaban allí, la culpa era nuestra. Aunque probablemente nos habían visto darles de comer, ya que todos los días lo hacíamos, nuestro jardín que había permanecido aseado todos esos años, como una vez lo era también los de ellos, lo profería claramente. No apenas sorbí por la nariz, mi padre se volvió, mi madre había rodeado su brazo alrededor de mi espalda.
- Que pasa, ¿pequeña? - me preguntó, esbozó una sonrisa consoladora, sabía cuál era la causa.
- No quiero que les haga daño. - sollocé, mis ojos ya se estaban humedeciendo.
- Los está sólo asustando, pequeña mía. - apoyó dulcemente su mano sobre mi cabeza. - No creo que sea capaz de hacer algo así, es sólo un anciano con la lengua larga. -
Si hubiéramos sabido de lo que era capaz, nunca nos hubiéramos acercado a ese destino.
Cerré los ojos y los froté. - Pero… pero tarde o temprano los atrapará. -
- Conseguiremos hacerle perder ese vicio, mi amor, verás que preferirán nuestra comida que de la basura. - me guiñó el ojo, estaba tan seguro que me reaseguró un poco.
- Querido, volvieron. - entabló mi madre que se había aproximado hacia los peldaños que se asomaban al verde guisante césped.
- Bien, cogemos su ración de comida. -
Mi padre estaba al punto de entrar cuando un disparo resonó en la fría mañana de ese día, haciendo descender una agobiante y sofocante inquietud hacia nosotros y quebrando los joviales chirridos de los aves, los cuales si darles más vuelta se escabullaron de esas densas copas de los árboles del parco. Sus aleteos me estremecieron como bofetadas en mi rostro.
Nos volteamos. Los perros retrocedieron súbitamente, el proyectil había lesionado nuestro prado, salpicando algunas gotas de tierra en unas piedras planas que delineaban el sendero de la calle a nuestra casa. Las descargas de fusilería siguieron con una lenta frecuencia entre ellos, probablemente trataba de asegurarse en centrar el blanco. Mi padre zumbó hacia él, hacia el viejo, enfurecido y horrorizado de no llegar en tiempo.
No se atrevió a voltearse, sólo mi madre y yo asistimos a lo que sucedió. Aunque todo ocurrió tan apresurado, más rápido que de un parpadeo, mis lágrimas pudieron igualmente a objetar los acontecimientos. Los disparos pegaron varios tiros en nuestro jardín, tanta veces que parecía estar invadido por una familia de un topo. La puntería del viejo, por suerte, ya no era la de una vez, o lo que pasó habría sido diferente de lo que en ese momento me pareció la cosa peor que pudiera suceder.
Un instante antes que mi padre pudiera detenerlo, se alzó un cortante gañido, como los frenos no purgados de una bicicleta percibido a los lejos y la silueta del perro negro encorvarse hacia la derecha, rodando hasta alcanzar el escarpado asfalto del vecindado.

lunes, 12 de septiembre de 2016

An unforgettable memory (Capítulo IV)

Capítulo IV

El perro blanco empezó a lamerle la cara, tal vez por gratitud o, simplemente, por lo que había visto, porque era un juguetón. Mi padre, entonces, llevó con muy sagacidad su mano hacia la cabecilla peluda del perro y, perdiéndola en su interno, lo acarició. El perro movió indomablemente la cola y se dejó seducir por ese afecto humano que probablemente no advertía desde una vida perruna, breve para nosotros, pero larga para ellos.
El negro se acercó a ellos y se sentó un centímetro de su amigo, dándome la espalda. Mi padre quiso halagar también él, pero inseguro y dudoso prefirió esperar su autorización. El perro negro pareció estimar su comportamiento y, cerrando los ojos, descendió la cabeza hacia él. Fue magreado y su cola salpicó levemente como un pescado en su último aliento, casi como si no quisiera exhibir sus emociones.
Entretanto, yo me había quedado todo el tiempo a observarlos, como si hubiera un cartel que dijera “prohibido tocar”, tenía temor que me mordieran, visto sus antecedentes conductas, empero, viendo mi padre reírse y bromear con ellos, esos perros venían dibujados sumisos como cachorros. No pude frenar mis pueriles emociones.
- Papá, ¿yo también puedo acariciarlos? - me moví con mi trasero un centímetro más cerca de ellos.
- Claro, Abbey. - sonrió él, el perro blanco le dio otra lengüetada. - Pero antes te aconsejo de obtener el consenso de él. - dijo indicándome con los ojos el perro negro.
- Oye, no, no me parece una buena idea, Abner. - intervino mi madre con la manguera en su mano. - No puedes poner tu hija en peligro. -
- Tranquila, tesoro, y deja la manguera en el suelo. No querrás ser descortés con nuestros huéspedes. - torció el gesto. - Ven, acércate. - le lanzó una de sus sonrisas.
Como solía ocurrir, mi madre no podía mantenerse firme frente a esa inocua y aniñada sonrisa que siempre se esbozaba en su rostro en tales circunstancias. Por lo tanto no pasó mucho para que mi madre se encontrara junto a nosotros, frente del obsequioso lobo negro. Como un padre que asiente su hijo a incorporarse de la mesa, el perro negro nos observó por unos segundos y luego alargó su hocico hacia nosotros, con un ligero ademán, como si quisiera aprobar nuestra petición.
Fue así que los conocimos y socializamos con ellos, como si fueran parte de la familia. Aunque por cuanto tratamos de adoptarlos y darles un techo donde vivir, su confianza en nosotros permanecía como buenos amigos y no como dueños de ellos.
Los meses pasaron, las navidades trascurrieron y el vecindario era habitual despertarse con un panorama embadurnada y hediondo. Los parques eran minados con la sordidez de la basura, bolsas, cáscaras y fragmentos de huesos que florecían de las flores que ya estaban perdiendo su resplandor. Los vecinos estaban enfurecidos y nosotros no sabíamos que hacer para solucionar los daños que inconscientemente los perros causaban. A pesar que les dimos de comer, el hábito y la glotonería de buscar comida durante años practicado por ellos para sobrevivir en la calle, ganaba sobre la costumbre que tratábamos de enseñarles. Nosotros, unos humanos.
Un día hicieron encolerizar un viejo jubilado que había tenido el abyecto pasatiempo de la caza únicamente por diversión, el día en el cual pude ver con mis propios ojos donde pudiera llegar la crueldad de los seres humanos.

lunes, 5 de septiembre de 2016

An unforgettable memory (Capítulo III)

Capítulo III

Sus ojos cruzaron cada uno de nosotros: se podía entrever la vivacidad de ellos encerrados en sus vítreos ojos marrones, casi de parecer los de un peluche, y al mismo tiempo el espanto controlado y reservado con firmeza. Mi padre alargó la mano con la tajada de carne, ellos desconfiaron de su movimiento con un ligero gruñido que alzó por mitad sus labios superiores, mostrando sus cándidos dientes, y aproximaron flemáticamente sus hocicos hacia la mano.
- Querido, cuidado. - se puso nerviosa mi madre, no confiaba mucho de los animales, especialmente cuando acentuaban los dientes.
- Tranquila, no me harán nada. - la reaseguró.
Cuando estuvieron lo suficiente cerca, el perro negro, con una formidable velocidad, le arrancó de su mano el pedazo de carne y retrocedió de unos metros. Mi padre parpadeó dos veces, no se había dado cuenta. El perro dejó la carne en el piso y permitió que su amigo se alimentara en su lugar.
- Oye, mira que también hay para ti. - lo advirtió mi padre, mientras cogía otra tajada de carne del plato. - Toma. -
El perro negro lo miró inquieto, desorientado, tal vez no podía entender porque tanto amor por dos perros como ellos, tal vez habían tenido una experiencia que les había tallado en sus mentes un cartel con escrito: “HUMANOS, PELIGRO”, por lo tanto era difícil para ellos bajar la guardia. Pero, como decía antes, el hambre era una buena razón para probar a hacerlo. Llevó otra vez su hocico hacia la mano de mi padre y pausadamente aferró la carne con los dientes, la hizo deslizar dentro su boca y se echó junto a su amigo.
- Como son lindos. - comenté, frenando la gana de acariciarlos.
- Ya, quizás que raza son. - pensó a voz alta mi padre, sin apartar la mirada de ellos.
- De acuerdo, son fantásticos, pero no acostumbrémoslos a darles de comer o se quedarán en las cercanías. Ya sabes que los vecinos no quieren ver perros de la calle en el vecindario. - aseveró mi madre que no se había movido del pórtico de casa.
- Lo sé, tesoro, sin embargo como puedo no nutrirlos, míralos, apuesto que bajo de todo ese voluminoso pelo son huesudos. - contestó, escrutándolos con mirada amedrentadora. - Y por como se comportaron al inicio, estoy seguro que no reciben algo de afecto desde mucho tiempo. Con un poco de paciencia verás que se dejaran también acariciar. - se aproximó levemente hacia ellos.
- Querido. - disentí con tono delicado y cortés, casi como si estuviera acostumbrada a sus irreflexivas decisiones.
El perro negro, captando su movimiento, erizó el pelo como un gato y rechinó los dientes. Mi padre, con apatía a su reacción, aunque una gota de sudor se deslizó por su frente, hizo proseguir su mano hasta que advirtió el cálido y perturbado aliento del perro. Sus narices empezaron a valuar su olor, sin nunca silenciar sus perfectos dientes, y levemente su postura cambió, como si se despojara de una fuerte tención, empezando a celar su impecable y hostil dentadura.
De repente, con un raudo movimiento, fue empujado hacia el piso y el cuerpo del perro blanco lo inmovilizó. Nosotras gritamos, mi madre se incorporó con un chillido y se abalanzó inmediatamente hacia el tubo del agua que usábamos para regar el césped, yo permanecí mirándolos, un metro más atrás por el salto de terror que hice, hasta que algo de diferentes sosegó el latido de mi corazón.