lunes, 12 de septiembre de 2016

An unforgettable memory (Capítulo IV)

Capítulo IV

El perro blanco empezó a lamerle la cara, tal vez por gratitud o, simplemente, por lo que había visto, porque era un juguetón. Mi padre, entonces, llevó con muy sagacidad su mano hacia la cabecilla peluda del perro y, perdiéndola en su interno, lo acarició. El perro movió indomablemente la cola y se dejó seducir por ese afecto humano que probablemente no advertía desde una vida perruna, breve para nosotros, pero larga para ellos.
El negro se acercó a ellos y se sentó un centímetro de su amigo, dándome la espalda. Mi padre quiso halagar también él, pero inseguro y dudoso prefirió esperar su autorización. El perro negro pareció estimar su comportamiento y, cerrando los ojos, descendió la cabeza hacia él. Fue magreado y su cola salpicó levemente como un pescado en su último aliento, casi como si no quisiera exhibir sus emociones.
Entretanto, yo me había quedado todo el tiempo a observarlos, como si hubiera un cartel que dijera “prohibido tocar”, tenía temor que me mordieran, visto sus antecedentes conductas, empero, viendo mi padre reírse y bromear con ellos, esos perros venían dibujados sumisos como cachorros. No pude frenar mis pueriles emociones.
- Papá, ¿yo también puedo acariciarlos? - me moví con mi trasero un centímetro más cerca de ellos.
- Claro, Abbey. - sonrió él, el perro blanco le dio otra lengüetada. - Pero antes te aconsejo de obtener el consenso de él. - dijo indicándome con los ojos el perro negro.
- Oye, no, no me parece una buena idea, Abner. - intervino mi madre con la manguera en su mano. - No puedes poner tu hija en peligro. -
- Tranquila, tesoro, y deja la manguera en el suelo. No querrás ser descortés con nuestros huéspedes. - torció el gesto. - Ven, acércate. - le lanzó una de sus sonrisas.
Como solía ocurrir, mi madre no podía mantenerse firme frente a esa inocua y aniñada sonrisa que siempre se esbozaba en su rostro en tales circunstancias. Por lo tanto no pasó mucho para que mi madre se encontrara junto a nosotros, frente del obsequioso lobo negro. Como un padre que asiente su hijo a incorporarse de la mesa, el perro negro nos observó por unos segundos y luego alargó su hocico hacia nosotros, con un ligero ademán, como si quisiera aprobar nuestra petición.
Fue así que los conocimos y socializamos con ellos, como si fueran parte de la familia. Aunque por cuanto tratamos de adoptarlos y darles un techo donde vivir, su confianza en nosotros permanecía como buenos amigos y no como dueños de ellos.
Los meses pasaron, las navidades trascurrieron y el vecindario era habitual despertarse con un panorama embadurnada y hediondo. Los parques eran minados con la sordidez de la basura, bolsas, cáscaras y fragmentos de huesos que florecían de las flores que ya estaban perdiendo su resplandor. Los vecinos estaban enfurecidos y nosotros no sabíamos que hacer para solucionar los daños que inconscientemente los perros causaban. A pesar que les dimos de comer, el hábito y la glotonería de buscar comida durante años practicado por ellos para sobrevivir en la calle, ganaba sobre la costumbre que tratábamos de enseñarles. Nosotros, unos humanos.
Un día hicieron encolerizar un viejo jubilado que había tenido el abyecto pasatiempo de la caza únicamente por diversión, el día en el cual pude ver con mis propios ojos donde pudiera llegar la crueldad de los seres humanos.

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