lunes, 26 de diciembre de 2016

The unknown (Capítulo IV)

Capítulo IV

- Oh, Dios mío. - gritaron la chicas, en el suelo, abrazándose entre ellos.
- A… ¡Adam! - gritó Absalom, corriendo hacia el umbral de la casa.
- ¡No! - Abraham se lanzó contra la puerta y la atrancó con su cuerpo.
- ¿Qué estás haciendo? Sal de mi camino. - gritó, la tensión había vuelto.
- Esa cosa… Fue esa cosa… No lo encontrarán vivo. - balanceó de derecha a izquierda con la cabeza. - Debemos poner barricadas en todas las entradas y esperar el amanecer. Tendremos más visibilidad, será más fácil huir. - aconsejó él, su respiro palpitaba como los caballos de un auto deportiva.
- Escúchame, tú no sabes lo que viste. Si fuera un animal salvaje lo que lo está atacando, puedo hacer algo para salvarlo. - estaba serio, pero su voz temblaba, en el fondo, celado por la parte racional de él, tenía miedo que él tuviera razón.
- Vamos, muchacho. - algo hizo clic, el anciano tenía una escopeta en la mano. - Vamos a rescatar tu amigo. Si en mi propiedad hay un peligroso animal, esta noche será la última vez que olfateará el olor de un humano. - se acercó a la puerta y posó una mano en el hombro de Abraham, pidiéndolo permiso.
- … - abrió y cerró la boca, sucesivamente se apartó.
Ace aferró el mango y empezó a girarla. Fragmentos de pequeños objetos relucientes volaron sobre el rígido piso de la casa, alzando una melodía desordenada, y una piedra voló hacia el interior, revolcando hasta alcanzar los pies, o mejor dicho, las rodillas de las muchachas. ¿Qué hicieron? Gritaron, voces estridentes y desentonadas, intensificaron aún más el terror que rodeaba esa casa, sobre todo el de Abraham.
Era una piedra viscosa y sangrienta. ¿Eso habría hecho gritar así a las muchachas? No. Esa no era una gruesa piedra, esa era una cabeza humana. Sin embargo, aún no era suficiente para explicar la razón de ese grito desesperado. Ellos gritaron así porque la cabeza era de él. De Adam.
Ace corrió hacia la ventana y con la escopeta buscó la causa del ocurrido. Nada. No individuó a nadie. Al fin no se habría hecho ver con tanta facilidad. Absalom corrió hacia la cabeza y la cogió con sus manos, la observó, la giró varias veces, sus manos se tiñeron de rojo. Probaba terror en lo que veía, pero parecía que quisiera asegurarse que no fuera ficticia o que no fuera obra de una broma de Adam. Al fin Adam era el cómico del grupo y sus bromas eran siempre bien planificados, de ser perfectos e ingeniosos.
Lamentablemente esa cosa era real. La piel era verdadera, no era una reproducción, esos ojos abiertos de par en par, donde aún se veía el terror que había probado, eran de Adam y esa sangre, esa sangre apestaba a… sangre. La reposó sobre el piso, donde la había cogido, sus manos temblaban, y sucesivamente se deslizó sombre el liso y duro piso.
Llevó las manos hacia su cabeza, desmelenándose y mancillando de sangre sus perfectos pelos lisos. - No es posible… No puede ser verdad… - sus manos descendieron de su cabello hasta los ojos, cubriéndolos.
Abilene quedó viendo la cabeza, como impactada, en estado de shock. Algo había colapsado sus nervios.
- Yo… yo les dije. Les había advertido que esa cosa era real. - entabló Abraham, su voz había vuelto ansiosamente, como si tuviera frío.
- Puede ser cualquier animal, muchacho. - comentó Ace, alejándose de la ventana, pero sin darle la espalda. - Cualquier animal. - repitió, ni él creía a las palabras pronunciada por sus labios.
- ¿Y crees que cualquier animal podría dejarte la cabeza de su víctima en casa? - se impacientó Abraham, estaba harto que nadie lo creyera.
Las muchachas seguían llorar, más que todo Acacia, la otra parecía estar paralizada, como una estatua. Era natural, era su novio. Habría podido llorar por uno cualquiera, pero no por su novio. Ese era una emoción muy menesterosa, lo que probaba en ese momento era más, era desmesurada.
- No, él tiene razón. - la voz de Absalom era como si estuviera sofocando, sus manos celaban aún su rostro.
- No pueden existir criaturas similares, no creadas por el Señor. - comentó Ace, dando al fin la espalda a la ventana, pero solo después de haberse alejado de almeno diez metros.
- Lo que sea tiene que pagarla... tiene que pagarla. - se alzó lentamente del piso y se volvió hacia Ace. - ¿Tienes otra escopeta? -
- Bueno, sí, tengo otra, pero no sé si sea una buena idea. ¿Alguna vez disparaste en tu vida? Podrías herir a alguien, si no sabes como usarla. - objetó, extendiéndole igualmente la arma. - Ah, qué importa, toma. -
Absalom la cogió y la apretó en sus manos. No se había imaginado que fuera tan pesada, como una bola de bolos.
- Apunta a tu blanco con el triángulo que se asoma de la extremidad del cañón y cuando aprietas el gatillo, aferra con seguridad el arma. Por el retroceso. - le aconsejó.
Abraham se acercó a ellos, oscilando. - Las usaremos solo para defendernos, ¿verdad? No iremos a buscarlo. Ninguna venganza, por favor. -
- Escucha, amigo, solo porque tú estás aterrado, no quieres decir que yo también lo estoy. Quédate escondido, si quieres, en cualquier parte, pero no me obstaculices. - lo indicó violentamente. - Más bien, si quieres ser de ayuda, quédate con las chicas. -
Abraham no lo miró, pero después de uno segundo reaccionó. Apretó los puños y levantó la mirada.
- Es verdad, estoy aterrorizado, más bien me estoy literalmente cagando de miedo y no te imaginas cuanto, pero no tiene nada que ver con el hecho que no quiero ir a buscarlo solo porque tengo miedo. Para nada. Estoy solo tratando de pensar racionalmente, de hacer algo más juicioso para sobrevivir. - se acercó a él, pasando cerca de la cabeza cortada, le dio una rápida mirada, su estómago se revolvió. - Piénsalo atentamente, Absalom, el bosque debe ser su casa, lo conocerá como si fuera la palma de su mano. ¿Crees que podrás vengar la muerte de tu mejor amigo? Morirás no apenas pondrás un pie afuera. -
Absalom se quedó en silencio. Sus palabras lo habían hecho razonar, tenía razón. Miró a largo el externo. La oscuridad lo cegaba, no podía ver más de dos metros. Sombras se alzaban con sus inquietantes formas detrás de los árboles, para nada inertes. Y era patente que los muchachos y los ancianos eran observados por algo. Propio entre los árboles, propio frente la casa, detrás de un árbol particularmente más antiguo, había dos ojos. Oh, ellos no los veían. No podían ver esos ojos amarillos.

lunes, 19 de diciembre de 2016

The unknown (Capítulo III)

Capítulo III

La cocina poseía una decoración rústica, la madera era el elemento que imperaba en casi toda la casa. La muchacha rubia acercó una silla a él y lo hizo sentarse, la otra se apresuró a coger un vaso de agua y se lo ofreció. El muchacho se llevó el vaso a los labios, estaban secos y rígidos. El líquido se deslizó dentro de su garganta y un grande alivio recorrió todo su cuerpo. Gimió.
- ¿Cómo te llamas? - preguntó el chico.
- Abra… - tosió. - Abraham. Me llamo Abraham. - bajó el vaso hacia la rodilla.
- Yo soy Absalom y ellas dos son Abilene y Acacia. - indicó primero la rubia y luego la morena. - El señor se llama Ace y es el propietario de la casa. -
El anciano hizo un gesto con la cabeza.
- Es un placer, aunque si me habría gustado conocerlos en otra situación. - dijo Abraham, tratando de hacer una sonrisa bizarra, pero le salió una espantada.
- Abraham, ¿qué ocurrió? ¿Quién te seguía? - preguntó Absalom, sentándose frente de él, con el respaldo hacia adelante.
Su rostro volvió a cuando había entrado en esa casa, blanco, pálido, sudado y tembloroso.
- Yo… - sus ojos abiertos de par en par se perdieron en el vacío, como si solo él pudiera ver lo que acababa de sucederle. - N… no sé qué era… ni sé que aspecto poseía, yo… yo nunca me volteé… estaba aterrizado… - su voz temblaba más de una persona desnuda en medio de una tormenta de nieve.
- ¿Pero estás seg…? -
- ¡Sí! Algo me estaba siguiendo. - interrumpió a Absalom, el cual retrocedió su cuello, pidiéndole disculpa con los ojos. - Sentía su deslizar, las plantas que venían aplastabas, sus garras pellizcar tanto el terreno como la piel rugosa y seca de los árboles y… y la cosa peor… que nunca podré olvidar… era su sonido que emanaba, como un grito sofocado, como si alguien fuera estrangulado, que acariciaba mi cuello. - su piel se vistió de varias pequeñas bolas, piel de gallina.
Las chicas permanecieron en silencio, escuchándolo, colgando de sus palabras, como niños que escuchan una historia de terror frente a una fogata, e involuntariamente se había acercado entre ellas, casi abrazándose. El muchacho, Absalom, estaba tranquilo, pero por su frente estirada, se notaba la tensión que le había procurado esa descripción. Algo lo turbó, percibí algo pesado sobre de él. El anciano, en cambio, quedó indiferente, como si hubiera vivido lo suficiente para no creer a lo que ves por primera vez.
- Podría haber sido cualquier animal salvaje, muchacho. - el anciano fue el primero a quebrar ese silencio que estaba aumentando aún más esa tensión.
- ¿Podría? - exclamó. - Ojala… - afirmó, negando lentamente con la cabeza.
- Sea como sea, todos sabemos que las sombras son buenas a hacer malas pasadas. - comentó Absalom, haciendo una mueca cómica, intentando de hacer regresar esa serenidad que se había disfumado con el impetuoso tocar del muchacho a la puerta.
Quedó un segundo en silencio. - No importa. Ahora que estoy en compañía, me siento más tranquilo, al seguro, pero no apenas será de día quiero desaparecer de este bosque. ¿Tienen un auto? - pregunto a Absalom y al anciano, no pensó de preguntar a las chicas, se dirigió involuntariamente hacia ellos dos.
- No, solo unas bicicletas. Estamos haciendo la vuelta al mundo en bicicleta y nos acampamos en cualquier lugar… - se detuvo un segundo y miró las chicas, asustado. - Oh, Dios mío. Adam. - no pudo no pensar a ese ser que había descrito Abraham.
- Se fue a coger su botella en su bici. - recordó Acacia.
- Aún no volvió. - chilló Abilene.
Un grito espeluznante rasguñó las paredes, la casa se estremeció, ese gélido grito resonó hasta repetirse en los tímpanos de los presentes. Ellos se petrificaron, los cuerpos de las muchachas sobresaltaron, fueron electrizados, como el agua fría que entra en contacto con una caria. Abraham se tapó las orejas y cerró vigorosamente los ojos, con tanta fuerza que su rostro se pintorreó de rojo.

lunes, 12 de diciembre de 2016

The unknown (Capítulo II)

Capítulo II

Hubo un breve momento de silencio, un breve momento en el cual ese sonido volvió. Más mordaz y penetrante. Un frío, pero también caliente velo de aire lo acarició en la espalda y en el cuello. Una deforme e inquietante sombra se extendió en la pared de la casa, moviéndose como un reloj roto, y unas garras largas y huesudas, casi semejantes a unos cuchillos, se acercaron a la sombra del chiquillo. El corazón de Abraham empezó a golpear la puerta, como un talado neumático.
- ¡No, no, no! ¡Abran, abran! ¡Por favor! - golpeó la puerta con su espalda, desesperado, tenía los ojos cerrados, no quería ver su muerte.
El sonido de ese ser se hizo más recio, como un grito sofocado, al fin es lo que parecía. Abrió ligeramente los parpados. Podía jurar de ver esas garras acercarse a él, casi circundar su busto, como si quisiera abrazarlo. Sus nervios colapsaron, empezó a golpear la puerta con cualquier parte de su cuerpo, hasta su cabeza. Habría preferido matarse así, por su cuenta, y tal vez lo habría conseguido. El miedo lo hacía ignorar las ligeras contusiones que se estaban creando en su frente, que pronto se habrían hecho más aparentes, hasta causarse un trauma cerebral.
Su sombra fue completamente absorbida por la del amorfo ser. Abraham molió otro golpe, con todo su cuerpo, pero cayó hacia adelante, hacia el vacío. La puerta se abrió, no por mérito de su brusco tentativo de entrar en esa tenebrosa casa que, por cuanto pudiera poseer un aspecto inquietante, era mejor de esa perturbadora floresta, de esa horrible cosa detrás de él, no, pero por mérito de su propietario, que al fin había conseguido apresurarse a recibirlo. Como dice el dicho, “más vale tarde que nunca”.
El anciano lo miró confuso, tal vez algo asustado, levemente, como si hubiera encontrado el fantasma de algún querido para él.
- ¡Rápido, rápido! - gritó el joven, arrastrándose hacia el interno, lo más posible lejos de esa negra sombra que lo había casi aferrado. - Que está esperando. ¡Muévase, cierra la puerta! -
El hombre lo escuchó, bueno, que habría debido hacer, igualmente tenía que cerrarla. Permaneció en silencio. Un silente silencio reinó por toda la casa, pero no solo allí, también afuera, por todo el bosque. No vagaba ni un mínimo susurro, un mínimo bisbiseo o murmullo. ¿Dónde estaban todos los animales de ese bosque?
El chico estaba sudando, había corrido a toda prisa, es cierto, pero el sudor era más que todo por otra razón. Su corazón, su latido era el único fragor que oía, el único ruido que rompía ese silencio, pero solo para él. Martillaba como loco, como si por un momento lo hubieran cambiado con el de un caballo. Sin embargo, a pesar de eso, consiguió a paliarlo, solo para ubicar la posición de esa horripilante y misteriosa, porque lo era, cosa.
Estaba absorto a percibir cada mínimo ruido, cualquiera pudiera recorrer esa floresta, lo importante era que fuera él a provocarlo. Hasta que una voz lo distrajo, joven, casi como la suya, pero sin esas tonalidades estridentes que a veces salían de su boca. Le hizo deslizar esa tensión como si fuera aceite. Al fin ya no estaba solo.
- ¿Qué ocurre, amigo? - entabló un chico, cabello crespo como un arbusto podado celosamente.
Abraham jadeó, volvió a emitir esos confusos y dinámicos ruidos por su boca. - ¿Qué? - balbuceó sorprendido. - ¿Pero no vieron lo que estaba detrás de mí? - los miró.
Además del muchacho, había dos chicas y el anciano que le había abierto la puerta. Los tres jóvenes negaron con la cabeza, lo miraron como si acabara de entrar un espectáculo de fenómenos.
- ¿Señor? - preguntó al anciano, aunque parecía más a una afirmación que a una pregunta.
El anciano frunció su entrecejo y lo observó sospechoso, como si quisiera entrar en su cabeza y encontrar esa respuesta que el muchacho quería escuchar. Después él también negó.
- Muchacho, no sé de qué está hablando. No he visto nadie más que usted. - su voz era bien profunda, tan profunda que pudiera doblar un antagonista de una película.
- Pero… - indicó detrás de él, sus ojos estaban rojos e hinchados. - No… no pueden… yo… algo estuvo siguiéndome por no sé cuánto tiempo y… no, no pueden decirme que me lo he inventado… yo… - se puso a llorar, solo ahora se daba cuenta que estaba a salvo.
- Oye, amigo, no le estamos diciendo que se lo inventó, pero solo que no hemos visto nadie más que a usted. - intervino el muchacho para tranquilizarlo.
Las dos chicas, tal vez conmovidas por la real desesperación de él, se acercaron. Apoyaron una mano en su espalda y lo confortaron con dulce masajes.
- Ven, toma algo. - le dijo una chica rubia, con algunas pecas en los lados de su nariz.
- Lo necesita. - aprobó la segunda muchacha, pelo negro y piel tan cándida que parecía una muñeca de porcelana.
El muchacho seguía llorando, sollozando, aunque ya no poseía lágrimas para verter. Las miró, sus ojos estaban rojos, como si hubiera estado mucho tiempo con los ojos abiertos dentro de una piscina, y lentamente asintió. Se hizo asistir por las muchachas, las cuales lo ayudaron a incorporarse y tambaleando, sus piernas estaban acabadas, alcanzó la cocina con su ayuda. El anciano y el muchacho los siguieron, sin comentar, estaban analizando lo que había sucedido o por lo menos lo que el misterioso chico afirmaba.

lunes, 5 de diciembre de 2016

The unknown (Capítulo I)

Capítulo I

“Maldición.” gritó en su cabeza, estaba desesperado, aterrorizado.
Corría. Sus pasos eran tan rápidos que apenas tocaban el suelo, pero el sonido que evocaban les daba todo otro tipo de apariencia, como si fueran pesados como piedras. La luz argéntea de la luna no era suficientemente resuelta para poder iluminar su tétrico y embrollado camino, o tal vez las ensortijadas hojas de los arboles eran tan espesas que impedían la filtración. Esa floresta, al menguar del sol, mutaba, se convertía en un lugar truculento, aterrador, un lugar en el cual quien ponía un pie en él salía turbado, traumatizado, como si hubiera entrado en la trastornada mente de un loco psicópata. Siempre si de ese bosque conseguía salir.
No eran alucinaciones, no eran miedos que el cerebro concretizaba al percibir un ruido, un bisbiseo, o al ver una silueta, una sombra moverse. Oh, no, para nada, mis queridos lectores. Y Abraham era la prueba. No estaba huyendo de algo que era solo fruto de su imaginación, no era un feroz animal nocturno confundido por algo inscribiblemente horrible. Algo lo estaba siguiendo y muy rápidamente estaba ganando terreno.
Emanaba una rara voz, era como un suspiro, un suspiro de una persona que está atrozmente sofocando. Era largo y penetrante. Su movimiento era como si se arrastrara, como una serpiente, pero también parecía a un oso que ataca. Ese mismo ruido cegaba sus dimensiones. Hasta ese momento, solo una cosa sabía Abraham, estaba cerca. Siempre más cerca. Su respiro lo acariciaba, lo rozaba detrás del cuello, estaba caliente, pero al mismo tiempo gélido, como la muerte. No habría osado voltearse, aunque sus nervios se lo imploraban. El ignoto que ocultaba esa presencia oscura ponía a dura prueba su mentalidad.
¿Cuánto tiempo estaba corriendo? Le parecía una eternidad, una larga y agonizante eternidad, aunque en verdad eran solo desde hace diez míseros minutos. Vamos, cualquiera que tuviera esa cosa detrás de él, el tiempo sería como su orientación era en ese momento, desordenado e incalculable.
Empezó a llorar, no lo habría encubierto si hubiera salido de allí vivo. Era demasiado, no podía controlar esa inquietud. Su vista temblaba como si hubiera un ataque sísmico, pero no era así, era su cerebro, su mente era como una tetera en ebullición. Su respiro era como en medio de un ataque de asma, bulloso y raudo, entre los cuales unos sollozos se agregaban al estrepito.
Estaba al punto de ceder. Estaba casi por dejar que la gravedad hiciera su deber, sus piernas estaban más pesadas respecto a antes y fuertes punzadas recorrían sus pantorrillas. Lo dijo. Pronunció la frase, “basta, ya no puedo más”, entre las lágrimas y su aliento estaba agotado. Pero cuanto disminuyó levemente su andar, una luz, tal vez el reflejo de la luna sobre un objeto metálico, evocó en él una fuerte y corajuda esperanza, al punto que se mordió la lengua e hizo petición a sus últimas fuerzas de apoyarlo todavía por poco tiempo.
Algunas veces titubeó, estuvo al punto de caer, más bien cayó, pero para no detenerse y acabar en las garras de esa monstruosidad anduvo como un chimpancé y se incorporó inmediatamente. Probablemente su andar disminuyó, pero no se arrestó. Las plantas lo torturaban, lo abofeteó en su rostro como una novia celosa, y además obstaculizaron tanto su andar como su vista.
¿Esa cosa aún lo seguía? No podía saberlo, o mejor, inquietantes ruidos aún lo estaban presando, como una bestia hambrienta, como una persona que se excita a matar por diversión. No se volvió, tenía miedo de voltearse y verlo a un paso de él. Tan pronto vio la luz más cerca, tan cerca que pudo identificar su origen. Era una casa, la luz provenía de una lumbrera cerca de la puerta principal y una luz del interno de la casa le dio un vuelco al corazón. Sus lágrimas menguaron como sangre que derrama de una garganta cortada, con la diferencia que era por alegría, por la esperanza que tal vez habría podido vivir por lo menos una noche más.
Se estrelló en la puerta, sin pararse, un trueno seco resonó en toda la floresta. Blandió el mango y trató de abrirla. Estaba cerrada a llave. Cerró el puño y empezó a tocar la puerta, a golpearla, como habría debido hacer con el amante de su ex novia. No se abría, ninguno estaba corriendo en su ayuda. El batido de sus puños aumentó de velocidad.
- ¡Ayúdenme! - gritó, su voz poseía varias tonalidad discontinua, como si sus cuerdas vocales vinieran pellizcadas por un guitarrista inexperto.
Los varios fragores que los gritos y los batidos resonaban en esa oscura y silenciosa floresta alarmaron ese ser, que mágicamente devoró en pocos instantes eso pocos metros que los separaban. Abraham paralizó sus movimientos y abrió de par en par los ojos. Su respiro se quebró en el aire. Estaba detrás de él.