Capítulo VI
- Trescientos veintiocho, escuadra trescientos veintiocho. - anunció el oficial observando el cadáver de su compañero. - Necesito inmediato socorro y refuerzo. -
-
Trescientos veintiocho, socorro alertado… la escuadra trescientos uno está a veinte
minutos de ustedes. - comunicó la voz en la radio.
Cerró
la llamada y observó por última vez a su amigo más querido. - Ahora es mejor
que regrese… -
Un
ruido repentino lo sorprendió a su espalda, se volteó e empuñó inmediatamente
su pistola. El arma se deslizó de su mano y tintineó al suelo, él empezó a
jadear como un pez fuera del agua y sus ojos desconcertados persistieron fijos
delante de una sombra oscura.
Tres
dedos habían sido clavado en el interno de su garganta, propio donde estaba su,
poco visible, manzana de Adán. Una infinidad de sangre fluyó sin frenos de su
garganta y pintó los tres dedos huesudos, casi más allá de aquella mano.
El
hombre sin identidad meneó divertido sus dedos en el interior de su cuello y
saboreó la mirada horripilada del oficial, ya cociente de su destino. Prosiguió
a solazarse hasta que imprevistamente agarró la piel desde el interno. El dolor
estaba llegando a un umbral nunca vadeado antes, la claridad del pobre policía
vio miles de luces inexistentes y su cuerpo ya había abandonado cada mínima
energía. Empero, no era nada comparado a la acción futura de aquel hombre.
Le
mostró otra vez su maniática y divertida sonrisa, inseguro que pudiera ser apto
de verla, y se lamió el labio superior, luego movió también la otra mano y la
insertó junta a la otra. Aferró la piel opuesta y con golpe violento y
repentino las dilató como si abriera una ventana, dejando dos gruesos colgajos
de piel en ambos lados.
Una
vez retirado las manos el oficial se desmoronó al suelo, la sangre desbarató afuera
de su cuello y a pesar de eso siguió vivo; si antes respiraba con dificultad,
ahora era solo un milagro. Solo un hilo de aire conseguía aún circular en el
interno de su cuerpo, nada más, el resto estaba en la mano del dolor inconcebible
que probablemente había perdido eficacia.
El
hombre se agachó y cogió la pistola que había caído, la apuntó a la cabeza del
oficial y lo miró.
-
¿Dónde está el placer de usar un arma de fuego? - le dio la espalda y lo dejó
drenarse en una lenta y agonizante muerte.
-
Refuerzos en quince minutos. - debutó la radio.
-
Al parecer, tendré que darme prisa. - observó la casa de los Long y arrojó el
arma. - Empecemos por la mujer. -
Retrocedió
de algunos pasos hasta que su cuerpo fue completamente absorbido por la
oscuridad, desapareciendo por ultimo su sonrisa excitada.