lunes, 24 de octubre de 2016

An unforgettable memory (Capítulo X)

Capítulo X

El día siguiente nos habíamos despertado al amanecer del sol, solo fue suficiente que los primeros rayos diluyeran la oscuridad del interno de la casa para que todos nosotros nos encontráramos de pie, fuera de la casa. Con nuestra sorpresa, pero ni tanto, encontramos Acer cerca del auto, como si hubiera pasado la noche allí. No apenas nos vio, su cola movió las gotas del rocío que se había formado en los hilos de hierba del nuestro césped, creando una frágil lluvia de diamantes.
Sus emociones estaban incontrolables, su ladrar nos ordenó de entrar en el auto. Mi padre cumplió sus órdenes y abrió la puerta del auto. Acer saltó adentro, entramos. Partimos inmediatamente, todos queríamos saber de los resultados que había portado la operación.
Por cuanto fuera bastante ficticio, aunque fuera mañana temprano y a esa hora solían haber, ningún vehículo obstaculizó nuestro camino. Tal vez era la señal que la buena suerte, al fin, había empezado a considerarnos. Con los principales rayos del sol, como ligeras franjas de velludo, una dulce brisa se preservaba todavía en el aire, el cual alejaba el calor sofocante, típico de verano y no de primavera, y sin un hilo de aire que entre pocos minutos se habría estacionado en nuestra ciudad. Un bálsamo que ninguno habría querido perder y que nosotros no nos perdimos, y con las ventanillas lateral abiertas, dejamos que el aire estimulada por el andar del auto nos rozara delicadamente la piel de nuestras caras.
Cuando llegamos, ese refrigerio que inicialmente nos había acompañado con amables caricias, había desaparecido de la nada y un abrazo abrasador nos dio la bienvenida de ese día. El tío se encontraba afuera del edificio, aspirando uno de sus fétidos cigarrillos a sabor de vainilla y, al vernos, bufando por la nariz una nube gris, lo tiró al suelo y nos hizo un ademán con la mano. Estacionamos.
El primero a salir fue Acer, el cual no esperó que le abrieran la puerta, pero saltó de la ventanilla abierta. Salimos, el tío estaba saludando Acer con dulces palmadas en su capo.
- Buenos días, tío. - saludaron mis padre, a mí solo me salió una sonrisa nerviosa, la espera me estaba agotando.
- ¿Cómo está? - preguntó inmediatamente mi padre, antes que pudiera contestar al saludo.
- No puedo negar que fue una operación bastante complicada, pero salió bien. Aún sigue durmiendo, más bien, probablemente se está por despertar en este momento. - nos sonrió, dos bolsa oscuras coloraron sus ojos, lo que nos hizo entender que había pasado la noche en vela. - Solo que, como ya les había dicho, no puedo reasegurarlos que no vuelva. - agregó, mirando Acer.
- Esto estará en mano de Dios, ahora. - asintió lentamente el padre, su mirada estaba al punto de perderse en el vacío
- ¿Entonces podemos verlo? - pregunté, mis voz estaba todavía algo adormecida, aún sentía el aliento de uno que recién se despierta.
- Claro, pequeñita, no hay problema. - abrió la puerta principal de su clínica y nos hizo seña de entrar.
Una aroma de café aleaba en el aire, como si perteneciera a ella, la secretaria de mi tío intentaba de eliminar su inextinguible cansancio con largos sorbos de esa energética bebida ardiente, templándola con persistentes hálitos, o así trataba, ya que sería inútil placar ese hervor suyo.
Nos dirigimos hacia el obstáculo que nunca habíamos atravesado, nosotros tres, y nuestro tío vadeó la puerta blanca, señalándonos de esperar. Los minutos pasaron, rápidos como la vida de una mariposa, aunque en esos casos solían trascurrir al contrario y al quinto minuto ya estaba afuera, frente de nosotros.
- Se está despertando, vengan, pasen. - movió sus dedos hacia sí. - Sigue algo mareado por la anestesia, creo que, más o menos, hasta la hora del almuerzo seguirá así. -
Caminaba adagio, adagio, haciéndonos de guía, por el celeste pasillo, como un cielo terso, un color tan inmaculado y casto que habría aserenado cualquiera lo recorriera. En el mismo pasadizo había varias puertas cerradas, varios cuartos, pero nuestro tío se detuvo solo después de cuatros puertas, iniciando de derecha, y la abrió. El cuarto reflejaba el mismo color del pasillo, lo mismo que me transmitía, donde los pacientes peludos de ese veterinario podían relajarse también después que la anestesia habría perdido su efecto.
Entre las diferentes columnas de las rigurosas y fría celdas, pero más acogedor de las usadas en las perreras, en una de ellas se diferenciaba un solo perro. No por su raza o tamaño, pero por su refulgente color que pintarrajeaba su jaula como una prisión que ninguno se habría negado de alojar. Entre los ladridos y aullidos de sus similares, y de los otros que ya se habían rendido de evocar sus propios dueños con esa perenne insistencia, yacía Akamu, sigiloso y aturdido. Como alguien que superó su propio límite de tolerancia del alcohol en una fiesta “inolvidable”.

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