lunes, 10 de octubre de 2016

An unforgettable memory (Capítulo VIII)

Capítulo VIII

Ese día, el invierno más gélido que haya percibido, recién terminaba, la nieve se estaba convirtiendo en savia para plantas, las flores se despertaban de su largo letargo, sacudiéndose de los últimos residuos de ese cándido manto, y los aves empezaban a anunciar en una monótona el alcance de la primavera. El sol nos irradiaba el día y al fin nos escaldaba de esa rígida estación. Los mismos rayos penetraron la casi transparente cortina celeste, que parecían ese ligerísimo foulard de mi madre, y llegaron a besar mi rostro. Era suficiente para despertarme, lo sé, pero perezosamente me volteé hacia el otro lado, celando mi cara de esa opresiva luz. No pasó mucho tiempo para que mi respiro se rehiciera pesante.
- Abbey, el desayuno. - gritó mi madre, cuando quería estar seguro que la escuchen su voz cambiaba de intensa a áspera.
Lancé un extenso y acústico murmullo.
- No te esperaremos, ¿eh? Comerás lo que sobra y siempre si sobra algo, ya conoces a tu padre. - estaba propio bajo de mi cuarto.
Un frenético ladrido y con un ingrediente de divertimiento atravesó el vidrio de mi ventana, que el agente de bienes raíces nos había cerciorado más de una vez que era antisonoro. Abrí los ojos y salté afuera de la cama. Eran ellos, Acer y Akamu, respectivamente el perro negro y blanco. Me cambié en menos de diez segundos, ya estaba abajo, por las escaleras, saltando de un paso a otro. Me abalancé por la cocina, mi madre me regañó de tomar mi desayuno, pero yo proseguí hacia la puerta principal. Antes de salir, oí mi padre reírse entre dientes y mi madre reprobarlo, diciéndole de no consentirme de hacer todo lo que quiera.
Estaba afuera, al externo. El aire era deleitosa, ni calor ni frío. Miré a mi alrededor, alegrada y muy probablemente con una grande sonrisa imprimida en mi jovencísima cara sin un pliego. Sin embargo mi sonrisa se ocultó al ver que había algo que no cuadraba y pronto me di cuenta que ese ladrido no era de diversión, pero de alerta, de terror. Acer daba vueltas alrededor de su amigo, aullando como si quisiera incitarlo, pero él estaba casi por completo en el piso, sus patas posteriores estaban blandas, como si estuvieran sin huesos, y con las anteriores trataba de arrastrarse.
Akamu parecía no entender, sus ojos expresaban el pánico, su sencilla mente no podía comprender lo que en un segundo después descubrimos, sus tempestuosos y borrascosos movimientos, como si fuera sujeto de varias sacudidas eléctricas, trataban en todas formas de incorporar su cuerpo, pero los resultados eran más que negativos. Al fin se detuvo, jadeando.
- ¡Papá! - grité aterrada.
Mi padre no esperó que lo llamara más de dos veces, estaba ya allí, con mi madre.
- ¿Qué ocurre? - exclamó preocupado.
- Le pasa algo a Akamu, no puede levantarse. Está alli que... intenta arrastrar su cuerpo. - indiqué, mi mano estaba retemblando cuanto mi voz.
Lo miró. - Oye, muchacho, ven acá. - silbó y produjo un ruido seco con la boca.
El perro no estaba muy convencido de intentarlo otra vez, como si tuviera miedo de descubrir que no hubiera sido solo una fraude de su mente, pero una horrible realidad. Sin embargo lo hizo. A la segunda seña lo intentó, trató de incorporarse, a caminar hacia él. Pero como él mismo temía la parte posterior de su cuerpo no cooperó y, permaneciendo en el suelo, empezó a arrastrarse. Mi padre se descoloró y corrió hacia él. La escena era algo como si tu corazón estuviera sofocando.
- Oye, muchacho. ¿Qué te está sucediendo? - le preguntó, como si pudiera obtener una respuesta. - Debemos llevarlo a tu tío. -
- De acuerdo, cojo las llaves. - se adelantó mi madre.
- Y mi billetera. -
- Ok. -
Mi padre lo asió en sus brazos y un viejo recuerdo se proyectó en mi mente. - Maldita sea, espero que no sea una cosa grave. -
- Lo curará, ¿cierto? - pregunté mientras lo seguía, junto a Acer, el más preocupado.
- Seguro, tesoro. Es su trabajo, ya habrá tenido casos parecidos. -
Un doble sonido agudo hizo ondear las orejas de los perros. - Vamos. - dijo mi madre.
Le abrí rápidamente la puerta del auto y de nuevo, pero en situaciones distintas, los canes ocuparon los asientos. Esta vez era Acer el angustiado, inquieto, más de cuanto pudiéramos estar nosotros. Acercó su hocico a las patas, tratando de comprender el problema que para él era abstruso. Pero aunque lo hubiera entendido, no habría podido hacer nada para ayudarlo.
Acaricié Akamu, tratando de aliviarlo: - Verás que irá todo bien. - dije, mi voz salió como un susurro.
Él aproximó su hocico hacia mi mano y muy perezosamente, como si no tuviera ganas, la acarició con su lisa y húmeda lengua rosada. Eso era demasiado funesto de soportar. Ese perro ignoraba lo que le estaba sucediendo, pero a pesar de eso parecía aceptarlo. Únicamente era el “porque” que se preguntaba.
“Quiero correr, pero no puedo. ¿Por qué?” simulé sus pensamientos.

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