lunes, 14 de marzo de 2016

Amnesia (Capítulo VIII)

Capítulo VIII

- ¿Están bien? - exclamó un hombre.
- Estoy atascado. - empezó otro. - Thomas está muerto. -
- ¡Maldita sea! - tronó el primero. - ¿Los detenidos? -
- No… no puedo ver bien… algunos se mueven, pero otros no. - señaló. - Tenemos que salir de acá. -
- ¡Paul! - gritó el hombre bloqueado.
- Estoy… estoy bien. - respondió. - Solo que la sangre se me está yendo a la cabeza. -
- Oye… pero, ¿qué haces? - preguntó confundido el otro.
- Tienes que hacerme un favor. - afirmó Max.
- ¿Y cuál sería? - contrajo la frente, tanto por el dolor que por la confusión que tenía en la cabeza.
- Libéralo. -
- ¿Qué? ¿Estás loco? - alzó la voz como una madre que coge el hijo in fragante.
- Escúchame, por favor. Nos ayudará a salir, no huirá. - tragó saliva, una gota de sangre deslizó dentro su boca. - Él es inocente, no es culpable de ningún crimen. ¿En estos diez años nunca te diste cuenta? Nunca nos creó problemas. -
- ¿Y entonces? No lo puedo juzgar solo por su últimos comportam… -
- Él es mi cuñado… lo conozco mejor que nadie. - dijo jadeando.
- Pero no es… -
- Te lo ruego, date prisa. No tenemos mucho tiempo. -
- De acuerdo. - afirmó inseguro de su propia lucidez.
Desabrochó el cinturón y su cuerpo cayó como una piedra en el agua. Gateó hacia la puerta de los detenidos y con grande esfuerzo consiguió desbloquear la cerradura. Algunos detenidos se precipitaron súbitamente hacia él y, a pesar que tuvieran los artos casi inmovilizados, lo toparon con violencia y se dirigieron a la salida.
El oficial golpeó bruscamente la cabeza en el metal frío de la puerta que encerraba los detenidos y, a pesar de su lucidez aturdida y confundida, se incorporó y se movió súbitamente hacia ellos.
- ¡Déjalos! Igualmente los habríamos dejado salir, libera él. - lo detuvo Max.
- Maldita sea. - volvió.
Alcanzó Paul y liberó tanto sus muñecas que sus tobillos. El oficial lo miró con diligencia y con poca confianza, pero de la misma manera confiaba de su colega y escuchó sus palabras.
- No hagas estupideces. - lo advirtió amenazantemente.
- No te preocupes. - lo reconfortó.
Junto con el policía, Paul ayudó al resto de los detenidos heridos o los que tenían dificultad a moverse a salir de la portezuela de la parte trasera de la furgoneta, la cual fue abierta de par en par por el oficial. La camioneta como era intuidle se había dado la vuelta en una curva muy angosta que ni una bicicleta habría podido andar con facilidad, no obstante la causa del accidente se encontraba en el lado opuesto: un carro que le había cortado el camino ahora se encontraba en llamas y estrujado en la pared de la montaña. La furgoneta estaba más allá de la verja de hierro, casi en el borde del precipicio. Se habían salvado por unos pocos metros.
Paul, una vez que hasta el último detenido con vida salió, regresó inmediatamente hacia Max. Se acercó a él y controló lo que obstruía sus movimientos: una placa de metal se había alojado en el muslo carnoso del cuñado y bloqueaba cualquier salida.
- Cielos. - comentó Paul por lo bajo.
- Sí, me imaginaba. - sonrió Max.
- Aprieta los dientes, te dolerá mucho. - le consejo.
Max cerró los ojos y contrajo la frente, Paul aferró con cuidado su rodilla como si podría pulverizarla y tiró. Un grito de dolor contenido por el férreo control de Max se extendió fuera de la furgoneta, atormentando el cuerpo de Paul con gélidos escalofrío y fuerte angustia. Habría querido detenerse, pero tenía que sacarlo de allí.
- Espera. - gritó Max, su sudor empapaba su rostro tanto que lo hacía brillar.
Paul lo ignoró y consternado siguió, la pierna se movió hacia casi la extremidad de la placa, pero no excedía. La lastra estaba plegada y parecía imposible doblar la pierna.
Paul cogió la helada placa con las dos manos y dio presión sobre ella. Empujó y prosiguió a empujar y, mientras lentamente la lastra se desdoblaba, Paul percibió sutiles punzadas en sus palmas, donde su piel se estaba poco a poco abriendo y un color rojizo estaba tiñendo sus manos. Aquella lastra le estaba perforando la piel, el dolor era soportable aunque muy molesto, empero habría resistido cualquier tortura para rescatarlo.
Una voz se deslizó dentro de la furgoneta y alcanzó los oídos de Paul, el cual dudó por algunos segundos en sus movimientos. Max, con el rostro empapado de sudor y con los ojos casi cerrados, observó Paul y sin un hilo de energía le posó una mano sobre la espalda, la advirtió como si se hubiera posado una pluma.
- Sal. - dijo con un delicado murmullo, como si hablara en el sueño.
- No me tomes el pelo, no podría dejarte. - negó, la voz empezó a temblar.
- Está… está bien así, Paul. - jadeó. - Ap… aprovecha de esta posibilidad y huye de aquí. -
- No quiero que tú también mueras. - empezó a sollozar. - Tu hermana no me lo perdonará. -
- No… tú no puedes morir… tienes que vengarla… - cerró ligeramente los ojos. - Ha… hazme este favor… escapa y encuentra a su asesino. -
Paul se llevó las manos pintadas de sangre a la cara y se secó las lágrimas, mientras una fuente de calor muy ardiente estalló a su espalda. Max lo animó a salir, empujándolo con la mano y cerrando los ojos aceptó su inminente muerte.
El fugitivo salió súbitamente hacia el externo sin voltearse, atravesando el parabrisas fragmentado por el impacto y rápidamente trató de huir a su izquierda. Desafortunadamente antes de poderse alejar de incluso tres pasos la furgoneta explotó y una increíble fuerza invisible lo arrojó, como si una pared lo habría golpeado violentamente, empujándolo más allá del precipicio.
Mientras precipitaba en aquel profundo precipicio pensó a las últimas palabras del cuñado y como no habría cumplido su último deseo. Fue el único en creer en él, lo conocía, sabía la relación que tenía Paul con su hermana. Nunca la habría lastimado, ni a ella ni a él.
Mientras tanto que los metros se apresuraban a acorcharse, dirigió sus últimos pensamientos a su esposa y a cuanto habría querido rencontrar aquel maldito vil que la había matado. Si su vida fuera indultada milagrosamente lo habría buscado por toda su existencia y no se habría detenido hasta que la muerte misma lo hubiera impedido.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario