lunes, 29 de agosto de 2016

An unforgettable memory (Capítulo II)

Capítulo II

Un día me encontraba frente de mi casa, en el perfecto césped precisamente podado sin un penacho de hierba fuera de su lugar, por lo menos no como mi largo cabello castaño al despertar, y me estaba entreteniendo con un juego de té de verdadera porcelana que me había regalado mi padre por mi octavo cumpleaños. Y fue en ese momento que los conocí por primera vez, jugueteando y dentellando entre ellos sus patas, y tirándose en el parque de frente como luchadores de wrestling.
- Miren. - exclamé, abandonando completamente mi juego de té.
- Vaya, vaya. - sonrió mi padre.
- Son enormes. - comentó mi madre, con su habitual delicada e incisiva voz. - Parecen lobos. -
- Por suerte no lo son. - bromeó mi padre, riéndose él solo por su chiste.
Al fin de su último carcajeo entró en casa y salió con unos restos de la cena precedente. Se arrodilló a mi lado y con un agudo silbato, pero suave como el continuo sonido del triángulo aporreado con afabilidad, los llamó.
- Apuesto que tienen hambre. - abrió la bolsita de plástica y la posó en el piso.
- ¿Crees que se acercarán? - pregunté, siguiendo con los ojos sus rebotes como grillos.
- Si tienen hambre probable, si no los dejaremos acá. Lo comerán cuando querrán. - izó un segundo silbido.
Finalmente ese apático y largo sonido alcanzó sus oídos, sus orejas vibraron como una hoja molestada por el viento y sus cuerpos se inmovilizaron después del último salto. Se volvieron e inclinaron dulcemente la cabeza hacia la derecha. Mi padre hizo oscilar una tajada de carne, llamando aún más sus atenciones. El perro negro elevó su hocico y husmeó el aire, bajándolo permaneció con la mirada firme hacia nosotros, neutro, como si la confianza non fuera parte de sus pocos vocabularios adquiridos.
El perro blanco, entonces con sombras de gris por todo el cuerpo, casi pareciendo a un dálmata al cual trataron de cancelar sus manchas negras con un borrador poco eficaz, después que constató lo que el viento transportaba en el aire, esprintó hacia adelante, sin embargo un gruñido fuerte y hercúleo, como si fuera de negación, lo paralizó.
Se volteó hacia él y contestó con un ladrido más penetrante, después se echó en el piso, dirigido hacia nosotros, hacia la fragancia que se alzaba de la bolsa, saboreando con la imaginación esos bocados de carne. Mi padre, sabiendo que nunca se habrían acercado a nosotros, tiró la tajada de carne que tenía en la mano, unos metros más cerca a ellos y muchos menos de nosotros, de los humanos. Misma raza que probablemente los habías encandilado y luego abandonados.
Una vez lanzado, el perro casi blanco retrocedió súbitamente, intimidado y sorprendido, mientras el negro corrió hacia él y se colocó a su delante, como para protegerlo. Gruñó y nos mostró sus amenazantes y tajantes dientes, frunciendo su largo hocico negro, sus ojos casi venían velados por su fuerte y predominante color de su manto. Permaneció alerto por unos minutos, después el obstinado olor que se difundía de ese objeto a unos metros de ellos, empezó a interferir con sus guardias, el blanco más que todo con su autocontrol.
El perro negro, ágilmente y juicioso, se acercó a hurtadillas hacia esa suculenta carne. Se aproximó como si el terreno debajo de él estuviera por ceder y envió en reconocimiento su hocico, sus narices se dilataban y se cerraban rápidamente, y cuando fue bastante cerca su boscosa cola empezó a moverse con ligeros espasmos de hilaridad. Finalmente su cola se agitó frenéticamente y fue propio el movimiento, la acción, que el otro esperaba, el cual con un rápido salto estuvo allí, a su lado, y arrancó una pequeña parte de esa pulposa tajada de carne. El perro negro cogió su parte.
Obviamente ni pasaron dos segundos antes que la acabaran, no me sorprendí, después de todo esa loncha no era nada en comparación a su hambre que probablemente era sin límites ni fronteras como el océano. Entonces mi padre los llamó una vez más, con uno de sus tenues silbados, y los cánidos alzaron la cabeza, lamiéndose sus exuberantes y aflautados bigotes al ver otra carne en sus manos y moviendo sus patas anteriores como un caballo a galope, como si lo quisieran incitar a dársela.
Mi padre hizo mecer otra tajada de carne, hasta que el perro blanco decretó de adentrarse en el territorio humano, a pesar de las advertencias en idioma canino del otro. Sin embargo que podía hacer, el hambre era la razón que lo estaba conduciendo, y no me refiero a la hambre que nosotros miserables humanos estamos acostumbrados a percibir a pesar de las tres comidas, tal vez más, que consumimos, pero la verdadera hambre que es como una infinita vorágine que te aniquila desde el interno, induciéndose a sorber tu misma energía.
Esa sensación era la misma que ese perro advertía y habría hecho de todo para poder comer algo, aún más ahora que sabía que no era un engaño. Su amigo era sólo más escrupuloso, pero, como su compañero, él también moría de hambre y no tenía la menor idea de cuando habría podido poseer tal ocasión, la ocasión de comer esa exquisitez. Tenía que aprovechar. Se acercaron a nosotros, en un inicio fueron raudos y precavidos, pero llegando al confín que los separaba de nuestro jardín, lo cruzaron lentamente y así conservaron sus pasos, hasta que llegaron frente a nosotros.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario